A propósito de identidades: Todo sobre mi madre

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La figura de la madre parece ser fundamental a la hora de observar el mundo de la identidad primigenia. Muchas veces se vuelve un lugar en disputa que abre paso a una cierta nostalgia o a una necesidad de reconstruirnos a través de su imagen. Pero plantear una obra alrededor de ella, sin caer en un tipo de relato relamido, cursi o vociferante resulta muy difícil. Quizá sea necesario ver y contar esa experiencia que presupone el enfrentamiento generacional desde un cuerpo como el contemporáneo, que tiene conciencia de una mayor fluidez entre lo masculino y lo femenino, el pasado y el presente. Se me viene a la cabeza la escritura de Alice Monroe: insinuar más que declarar, sospechar la diferencia entre lo que creemos que sucede y lo que va desplegándose en la historia sentimental de sus personajes que nos permite percibir los pequeños -pero no por eso menos graves- malentendidos establecidos en los primeros años, antes del lenguaje mismo. De alguna manera una estrategia de indagación así da cuenta de mi propio esfuerzo de observar y reflexionar ante el enigma que resultamos para nosotros mismos y mi fascinación ante la figura de la madre, más como un emblema y faro en la construcción de nuestra subjetividad a la hora de establecer nuestra manera de habitar(nos) con el mundo.

Si la posibilidad de explorar las ambigüedades ejercidas por el deseo o las posiciones sociales y económicas fue lo que determinó el campo de batalla de las primeras feministas, que alimentó la ruptura contra un canon artístico en la generación de mujeres artistas anterior a la mía; a nosotras nos permitió organizar un imaginario de la parte oculta de lo femenino para poder trabajar desde el cruce entre lo personal y lo político. A partir de dinámicas muy cercanas al psicoanálisis como el pequeño grupo, la revisión de conceptos clásicos en torno de la envidia del pene, pudimos explorar formas y contenidos censurados por una imposición ideológica de lo que debía ser una mujer.

Ahora es tiempo de profundizar sobre esos nuevos contenidos que se han construido en estos últimos 30 años a partir de los diferentes intentos de nombrar lo que no tenía forma, o comprender de qué manera se ejecutaban las decisiones ideológicas desde una introyección armada a través de la familia en el cuerpo individual. Tenemos estrategias artísticas en las cuales la necesidad de mapear las diferencias de género, con todas sus dificultades, sigue siendo un tema central que nos devuelve a pensar al sexo y examinarnos de otras maneras a partir de diferentes cuestiones que se han hecho “visibles” en nuestro orden sentimental.

La fotografía, la recreación y crítica de un modelo de familia, la confesión como articulación del yo junto con el uso del desnudo son ya parte del léxico del arte contemporáneo pero no hay que olvidar de dónde proviene ese impulso (no sé si se le puede llamar así pero no es racional en su totalidad sino que implica una cierta intuición) que nos lleva a múltiples intersecciones en las cuales se mezclan estrategias y posibilidades de relatar narrativas más complejas sobre las relaciones madre-hijamadre.

Pero no siempre es fácil entender la relación entre una elaboración intelectual y la manera en la que aparecen representadas o presentadas en la obra. Muchas veces es primero en el trabajo práctico donde comienzan a aparecer ciertos contenidos específicos aunque bien a bien no sepamos de qué se trata. Un ejemplo claro sería el performance, que emergió justamente con la necesidad de encontrar formas de presentación del cuerpo, mi cuerpo, que no cabían dentro de las artes escénicas ni en las visuales.

Otra sería la necesidad de los archivos. La iniciativa de Mónica Mayer en la Escuela Nacional de Artes Plásticas para armar uno que contara la historia tanto del trabajo de las artistas mujeres como del performance en tanto acción y alternativa a las versiones oficiales de la historia del arte. Con ello conformó un relato de ciertas prácticas con nombres, lugares y conceptos diferentes a los que ofrece la parte institucional tradicional y que ahora es un instrumento de trabajo para muchos historiadores y curadores. Pero para todo artista contemporáneo también es clara la necesidad de establecer un diálogo constante con otras áreas de conocimiento como las ciencias sociales o el psicoanálisis, y hacerlas parte de sus herramientas de trabajo.

Por mi parte, quizá debido a mi afición por las novelas, la posibilidad de contar historias ha sido el eje central de mi obra. Si de joven creí emular a las poetas confesionales como Sylvia Plath o Pita Amor, o a las artistas que se representaban a sí mismas como Frida Kahlo, con los años he descubierto que no es tan simple. La identidad es múltiple, o cuando menos flexible, y eso que parecía salido de una experiencia única e individual también refleja un momento histórico y un encuadre ideológico.

En mi trabajo no se trata de una representación sino la experiencia del cuerpo interno, de las emociones, la manera en que eso que está adentro se proyecta en mi visión del mundo. Quizá así podría definir este intento de escritura que no es ni ensayo ni autobiografía, pero que se alimenta de ambos.

Me interesa reflexionar y contar mis observaciones sobre ese eje de identidad/cuerpo, tejido en torno al tema de la maternidad más como una serie de interrogantes que como regulación de una teoría concreta, pero que otorga un gran valor a la fisicalidad de los materiales y es atravesada constantemente por lo abyecto.

Para mi generación, la necesidad de integrar temas violentos, poner en cuestionamiento las definiciones de lo femenino definido a partir de lo masculino como dos identidades excluyentes, implicó una revisión de las estructuras ideológicas y un análisis sobre los supuestos incorporados a ese ser mujer. Me parece que esta primera efervescencia favoreció no sólo a una exploración del propio cuerpo, como en los famosos performances de Carolee Schneemann o Rebecca Horn, o los videos de Pola Weiss en México, sino también para indagar la manera en que construimos intimidad.

Julia Kristeva está presente en mi visión del tema, de la misma manera que la obra de mis amigas poetas. Para mí, la poesía tiene siempre el poder de convocar algo que todavía no acabamos de ver, que sucede entre las palabras y lo hace presente con la emoción antes que con la razón.

Para iniciar esta investigación lo primero que aparece es la relación entre hija-madre, madre-hijos. Y quiero hablar de la manera en que este tema aparece en distintas artistas, contada como la historia de identificación y separación o/y construcción de un territorio propio. Tomo prestada de Kristeva la noción de continente materno para designar a la madre como símbolo del cuerpo del mundo real, que también puede convertirse en el paraíso perdido (la completud) o el reconocimiento de un exilio del hogar paterno. Para Kristeva el primer amor es y será la madre. El padre es un segundo amor atravesado por la relación primaria, no menos importante, pero que muchas veces refleja el amor censurado hacia la madre.

Quisiera empezar con un breve comentario sobre la exposición de Louise Bourgeois, Petite Maman, que se presentó en el Museo del Palacio de Bellas Artes (nov. 2013 a marzo 2014) de la ciudad de México. Es un buen ejemplo para enmarcar la manera en que el tema de la madre tiene dos ciclos: como hija o como madre. Bourgeois siempre dijo que trabajaba alrededor de su infancia pero en esta exposición el tema es su propia maternidad. El curador Phillip Larrat-Smith sugiere que la obra presentada en esta muestra, hecha en sus últimos años, gira en torno de la figura de la madre (aunque no la suya), de ahí el título. Para Larrat-Smith, según entendí, el deseo reparador-femenino reemplaza la parte destructora y agresiva-masculina de la obra anterior.

Creo que siempre están los dos presentes: la agresión y la reparación.

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Acordémonos de esa frase que enmarca la muestra:


necesitas una madre –
entiendo pero me niego a ser
tu madre porque
Yo misma necesito una madre



Louise Bourgeois,
c. 1975
Entrada de diario, 16 de marzo.

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Para Minerva Ayón, artista residente en Cuernavaca, Morelos, sus primeras obras giraron alrededor de la enfermedad de su madre. La conocí hace algunos años cuando ganó la beca estatal. Tenemos un amigo en común, Gustavo Pérez, quien me había hablado muy bien de su trabajo y me propuso como tutora porque compartíamos nuestra afición por los textiles. No me preparó para lo que vi. En su primera visita trajo unas piezas grandes, tejidas, basadas en los tumores o afecciones de su madre. Me impresionó el tamaño de cada pieza y la conexión que tenía con las artistas de los años 70, como Harmony Hammond o Marta Palau, quienes usaron las fibras y técnicas textiles para armar un discurso alrededor del cuerpo femenino.

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Para Minerva, el tejido se volvió el puente afectivo entre ellas porque era la manera de compartir una actividad en las largas estancias en el hospital. Entre idas y venidas, Ayón armó refugios dentro de eso que iba acabando con el cuerpo materno. Con mucho humor y sin quitarle la violencia, pero sí la agresión, recreó la enfermedad (cirrosis) para reconquistar el cuerpo materno.

En Yani Pecanins, esa reconstrucción de la vida de la madre parece un pasaje para comenzar una vida distinta, no del todo deseada pero asumida como una continuidad con el pasado.

El trabajo de Yani siempre ha girado alrededor del deseo de construir una memoria familiar, de juntar un tiempo que fue dicho y vivido hace años, al que únicamente puede acceder a través de objetos y fotografías viejas.

La historia de su familia, alemana por parte del padre, catalana por la madre, es parte del fino bordado que aplica diligentemente a sus libros-objeto. El Libro del Zeppelin, para nombrar una obra, nos cuenta del viaje que su padre hizo aún siendo niño, al lado de sus padres y tres de sus hermanos, y al que sobrevivió con un hermano y su madre.

Bajo el nombre de Paseo de Gracia, Yani trabajó un retrato de su madre, Teresa, expuesto en el Museo Carrillo Gil de la ciudad de México, a finales del 2013. A partir de ciertas aficiones coincidentes como buscar objetos y tener siempre a la mano fotos viejas de recuerdos personales o que describen tierras lejanas o fantasías, compartieron una estética teñida de nostalgia y con una carga autobiográfica.

A las dos les gustaba reutilizar estos hallazgos para sus respectivos trabajos: Yani en sus cajas y libros de artista, y Teresa en su labor de escenógrafa en cine y televisión. Quizá debo decir que en sus paseos, porque para ellas era un acto de encuentro y asombro compartido, existe una cierta simetría en saber ver en lo pequeño las bondades del territorio femenino con sus fracturas y desencuentros.

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Así vamos leyendo la historia de Teresa, la saga familiar que las trajo de Barcelona a México, la de las tres hermanas Pecanins y la galería, los amigos, las fiestas y exposiciones: el mundo que fueron construyendo día y día. Es un recuento a través de fragmentos visto por una niña, de textos breves para hacer mapas imposibles con el deseo de entender el sentido de trascendencia entre una generación y otra, y que nunca podremos lograrlo cabalmente.

De todo el conjunto hay dos piezas clave que yo pondría una frente a otra: Paseo de Gracia, que le da justamente el nombre a la muestra y fue la primera pieza de la serie, hecha con cajitas donde se guardan una pulsera, un reloj, además de fotos de la llegada a México, de la boda, los niños, la abuela. Pedazos es la otra obra, hecha con los fragmentos de la vajilla de la casa como amuletos de momentos vividos. Cada pieza tiene escrita una frase que convoca a Teresa: es una obra hecha con las conversaciones perdidas, con las palabras que se llegaron a pronunciar y otras, pensamientos silenciosos, que dan la cara a la desaparición de la madre y continuidad a la casa familiar.

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La muerte, o mejor dicho el paso hacia la muerte, también es el tema en la serie de retratos que Grace Quintanilla publicó en Facebook durante las últimas semanas de la vida de su madre, hecha desde el hospital.

Una de las obras de Ulises Carrión que más me gusta y me ha hecho pensar en ese cruce actual entre lo privado y lo público, es Anonymous quotations (Entre paréntesis). Son hojas escritas a máquina que reproducen fragmentos de cartas de amigos que hablan de sus amores, de sus hijos y problemas domésticos. Frases muy bien seleccionadas que dejan ver lo mejor del otro. Las hojas se exhiben junto con la foto de las cartas pero nunca aparece el nombre del remitente, de ahí que sean anónimas.

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Hace unos meses una amiga me comentó que su hija adolescente se tomaba fotos todo el día, como si las necesitara para construir su personalidad y ejercer, desde ahí, su iniciación en el arte de la seducción. Ya lo había visto cuando fui tutora de Jóvenes Creadores del FONCA: chicos y chicas que se toman fotos constantemente. Me da angustia pensar en la cantidad de imágenes que cada uno tiene de sí mismo, como si con eso pudiéramos, al fin, localizar ese yo que somos y parecemos necesitar su existencia. Me inquieta la manera en cómo cambió la frontera de la vida secreta de las emociones y la construcción a través de la camarita digital y el internet de una vida imaginada, no experimentada.

La cámara, para mí, es un impedimento para mirar el mundo. Claro que tengo amigas que me proveen de valiosas imágenes, al menos las suficientes para poder llenar mi perfil de Facebook y participar en esa vida pública desde Cuernavaca. Y así, como la pieza de Carrión siempre me conmueve, encontré el relato visual que hizo Grace Quintanilla sobre la enfermedad y muerte de su madre, que me tocó profundamente.

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Mi mamá murió después de varios años de padecer Alzheimer. Larisa Escobedo, amiga y artista, me regaló Una dulce muerte, de Simone de Beauvoir, para que me acompañara en el duelo. Es un libro muy duro sobre la dificultad de ver morir a tu madre y confrontar las diferencias irreconciliables. Aunque me gustó sentir que mi experiencia no era única, no suavizó el dolor de haberla visto sufrir y perder sus facultades. Pero de alguna manera sí me dio la posibilidad de pensar en los nudos afectivos que hacemos con las madres, en este ciclo último en el cual te vuelves la madre de tu madre y, como dice Roland Barthes en su Diario de duelo -que comenzó un día después de la muerte de su madre- sientes con su muerte que perdiste una hija.
También vi el video que Sophie Calle hizo sobre el tema y la entrevista donde cuenta que su madre le dijo “¡Al fin haces algo sobre mí!”, pues siempre hubo una enorme rivalidad y complicidad entre ambas, que se dejaba ver en muchas de las obras anteriores. La que mejor recuerdo es Birthday Ceremony (Fiesta de cumpleaños). Durante diez años guardó los regalos que le daban en su cumpleaños en una vitrina, pero su mamá siempre le daba un aparato doméstico que no cabía, y tenía que poner la garantía para no faltar a las reglas de su propio juego. Pas pu saisir la mort (Imposible alcanzar la muerte) es el nombre del video que realiza en los últimos momentos de la vida de su madre y que se exhibió en 2010 junto a una muestra con obra alrededor del mismo tema, en el Palais de Tokio.

Grace hace algo distinto. Sin tratar de ocultar las dificultades, nos ofrece imágenes de una enorme bondad. Vemos el proceso de la enfermedad de su madre, los estragos del tratamiento y las hijas y nietos acompañándola. Poco a poco entendemos que el final se acerca. Y termina la serie con la foto de la cama vacía.

El trabajo de Grace siempre ha sido alrededor del cuerpo familiar. Aparece acompañada de sus hijos, su pareja, sus amigos. O cuando está sola mira de frente, de tal modo que establece una relación contigo en el instante. Nada más lejano a mi propia mirada. Ella ocupa ese cuerpo de una manera muy intensa. El cuerpo es su casa.

Existen también ejemplos literarios sobre esta búsqueda de conexión y desapego. El poema de Mónica Mansour, titulado Naturaleza Muerta, también sobre los últimos días de su madre enferma, a su cargo, hace eco a la imposibilidad de ocupar el lugar dentro de la familia encarnada por la figura materna:



21(orfandad)

siempre quise que muriera
es mi madre y ha muerto
ahora la despedazo
regalo reparto vendo remato
cada vestigio de lo que fue
cada historia de los objetos que acumuló
y guardó
desmenuzo sus colecciones
desmenuzo su historia
hago añicos su imagen
quiebro el espejo
disperso la memoria por las calles de la
ciudad
mientras la urna con las cenizas ocupa
un lugar
en la sala de mi casa
lazos de sangre
tenues lazos quebradizos
sus raíces me anclan al suelo
a esa tierra empantanada
y yo estoy caminando
la orfandad cicatrizará las heridas
la orfandad me permitirá crecer
al fin




Debe de pasarme algo semejante. He podido volverme adulta. La muerte de mi madre me hizo entender la fragilidad de los relatos autobiográficos. Con el Alzheimer conservó dos o tres fragmentos significativos hasta el final. Y no eran los sucesos más importantes de su vida: su matrimonio, el nacimiento de sus hijos, la pérdida de los padres. No, eran las pequeñas historias en las cuales descubrió la mirada de los otros, y el poder que eso le daba, que le otorgaba un lugar en el mundo.

Para mí hubo siempre una zona de melancolía en nuestra relación, y mientras intentaba escribir este ensayo pude al fin concluir mi duelo. La imposibilidad de entenderse o la necesidad de separarse para ser una misma parecen ser los dos lados de la misma moneda. La cuestión es el por qué genera tanta dificultad el trayecto y si es parecido con la pérdida del padre. Gloria Gervitz, en su poema Threnos3, para poder decirlo tuvo que tomar distancia, decirlo en otro idioma, en inglés, que su madre hablaba pero no era la lengua materna:

o mother if only I could forgive you
o mother if only you could forgive me


Madre, verano a veces
el mundo es una avispa
nómada, iridiscente. Hablámos
pájaros,
pájaros crispados,
vuelan sombra adentro de nosotras.
¿Es posible? Vetas había
en la cera de julio
y los depósitos de flores
y rocío,
cálidos perfumes de zánganos
y vírgenes. Ocarinas, siempre.
Madre, cubre la bruma
agria y el diluvio, frota,
frota un día a otro.
Hay larvas en la tierra,
Márgenes-que nunca dejaré.
Pérgolas y vidrios
rotos, columnas de seda
en las paredes. Trozos y bordes
subterráneos: músculos.
Óleos, hay: lanzas,
agujeros (una gruta inmensa,
deliberada,
un hueco).Tocan. Espera.
No. No es nadie.
Di: ¿es
casualidad?
Hay tilos en mi texto, tréboles y
filamentos
jóvenes y húmedos.
fermentaciones. Viejas fermentaciones
(las amasan, las amontonan, madre,
las despedazan)
y la distancia
que florece perfecta.
única ¿y mis hermanas?
Lo sé.
Frágiles, efímeras, minúsculas y casi
posible
hubo una flor
en permanencia:
pasado y porvenir para nosotras.
Guardé coles. Madre:
¿fallé?



Pero si pensamos en la madre como Gaia, María Baranda nos da otra versión:

No todo alrededor de la madre es oscuro. También existe como un lugar vital, intensamente erótico. A veces los hijos están incorporados a ese cuerpo materno. Como ejemplo tenemos el díptico de Lucero González con su hija, en la que intercambian lugares al paso de los años. En esa serie hay una continuidad entre los dos cuerpos, una generación se ve reflejada en la otra pero el papel de cada una va cambiando: la hija ocupa el lugar de la madre.

Es interesante notar que Lucero escogió salir desnuda en el segundo retrato.

El desnudo es, entonces, algo comparable al paisaje, al lugar de pertenencia que sigue siendo la Tierra. Si tenemos esto en cuenta al revisar su obra, veremos de qué manera lo emparenta con los mitos de fertilidad, como si el encuentro con lo femenino es más una disputa entre la vida y la muerte que entre lo masculino/femenino. Me pregunto si podría cambiar la lectura del performance esta consideración del desnudo como una cercanía con la oscuridad de lo vivo, de la reproducción no como karma reproductivo sino como la posibilidad simbólica que refleje nuestra condición de seres vivos.



Si en el trabajo de Bourgeois queda claro que el cuerpo de la madre es frágil y devorador, como lo es también para Melanie Klein; la búsqueda de la hija por la madre es un camino distinto del de la madre con respecto a la hija. Los cuentos infantiles dan cuenta de ello, cuando las madrastras –para no decir madres- no quieren que las princesas les quiten su lugar. Quizá es que no hemos tenido imágenes para las mujeres viejas. O que no tenemos el reconocimiento de las diferencias entre las distintas etapas de la vida.

Para Joseph Campbell, la princesa que el héroe conquista no es otra cosa que entender y aceptar la vida como es. Sería interesante estudiar los distintos relatos que las artistas mujeres hacemos en nuestro trabajo y averiguar el sentido que le damos a ese cuerpo materno.



En el último proyecto de Ana Casas Broda, Kinderwunsch, cuenta la historia de su deseo de tener hijos y el largo trayecto para lograrlo. Ese deseo es la médula de esta obra, es un dispositivo construido para relatar las diferentes etapas para poder ser la madre, inclusive la suya propia. El libro es una narración que mira al pasado para intentar construir un futuro diferente. Usa fotografías acompañadas por pequeños textos. No se trata de un libro de fotos, ya que muchas son un registro de performances entre ella y sus hijos o escrutinios puntuales que recuperan imágenes médicas o construcciones emocionales describiendo el cuerpo de sus seres queridos.

Ella es la madre y, sin embargo, las voces o fantasmas de su madre y su padre van apareciendo a través de la escritura para hacernos ver lo que no aparece en la imagen. Tensión que se complementa con la figura de la abuela -el hada madrina en los cuentosy ciertamente el vínculo más importante de Ana con su pasado. Esa necesidad que aparece como una depresión y provoca una pérdida de confianza de lo que sabe, me resulta muy cercana. Y es la sospecha, como en los cuentos de Monroe, lo que le permite hurgar en su propio cuerpo y descubrir que, precisamente ahí, ha guardado la memoria de la separación y el abandono.

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La figura de la abuela es entrañable. Figura faro que le otorga el don de la visión, a través de la cámara primero y ahora con palabras:

Soñé con la casa de mi abuela en Viena.

Había unos nuevos dueños que ponían unas plantas que no le gustaban a mi madre. Ella las estropeaba. ¿Qué flores eran?, preguntó mi analista. Vergiss mit nicht…(No me olvides). La rabia de esperarla noche tras noche, la enorme rabia que sale de mí, la rabia de Martín.

Este tiempo de transitar el profundo enojo que he cargado por tantos años en el cuerpo. Poder estar en el presente, con mis hijos.




No creo que sea la primera artista en darse cuenta que los hijos dan tierra, pero es interesante que, al hacerlo, una tiene que lidiar con las generaciones anteriores.

Los fantasmas de Ana, que los hijos parecen reconocer mejor, viven en estas páginas de lugares cerrados, casi claustrofóbicos:

Las últimas dos noches Lucio se ha despertado. Tengo miedo, dice en la oscuridad. Yo también, pienso. Lo abrazo y siento su corazón latir muy rápido. Después de un rato se queda dormido.

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No quiero que parezca que la figura de la madre es negativa, pero sí es oscura, en el mejor de los sentidos. No tiene que ver (aunque desde ahí configuramos nuestra imagen de nosotras mismas y del mundo que nos rodea) con las cualidades morales de cada quien sino del viaje hacia adentro, hacia la intimidad con nosotras y entre nosotros. Un lugar en continuo cambio, en el cual el pasado y el presente se mezclan constantemente.

Por supuesto que esta lectura es totalmente autobiográfica. Después de la muerte de mi madre, soñé que venía a verme, se colocaba arriba de mi cama y se me quedaba mirando hasta despertarme. Entonces, por primera vez desde su enfermedad nos veíamos a los ojos, dos mujeres frente a frente. Caray -pensé- tanto que nos quisimos y no hubo manera de solucionar este dolor, ni el de ella ni el mío.

Repito lo que dijo Barthes: cuando murió mi madre me dolió como si hubiera muerto mi hija, y –puedo agregar- me dejó siendo madre, adulta, entre los complicados vericuetos que la identidad y el amor proponen.