Géneros fluidos

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Hoy ya no podemos hablar del género como un atributo invariable y definitivo, ni tampoco pensarlo desde una ecuación binaria que organiza a la sociedad en dos categorías biológicas absolutas. En la actualidad, el universo de los géneros es un territorio infinitamente más complejo, marcado por debates y posturas encontradas, poblado por voces que se cruzan y resuenan en todas las direcciones. Impugnar las bases sobre las cuales se asienta la concepción binaria y heteronormativa del género —que fabrica lo que entendemos como hombres y mujeres— para dar paso a otras maneras de producir y entender los géneros en plural, ha supuesto poner en jaque nuestra primera definición identitaria. Derrocar este primer principio reglamentado de la identidad necesariamente también entraña romper con sus repercusiones y, por tanto, constituye un terremoto que sacude y transforma todos los aspectos de nuestras vidas, incluso aquellos que en apariencia no guardan relación alguna con nuestro género.

La normalización de la existencia de dos géneros como un hecho objetivo y natural que sucede de manera independiente a la historia y la cultura ha sido cuestionada una y otra vez desde los campos de las humanidades —muy puntualmente desde el feminismo y los estudios de género y culturales— pero también desde la medicina y la biología. Esta actitud natural  en torno al género —que se respalda en una certeza biológica que establece una correspondencia automática entre sexo y género, y estipula que los genitales son el signo esencial de dos géneros naturales e invariables— delinea a hombres y mujeres como categorías identitarias estáticas que poseen inclinaciones psicológicas y conductas determinadas que pueden ser previstas a partir de sus funciones reproductivas. Ya desde mediados de los sesenta el sociólogo estadounidense Harold Garfinkel —una de las primeras voces en desmenuzar el género a partir del estudio de Agnes, una persona intersexual— lanzó que “las personas normalmente sexuadas son eventos culturales”. Una década más tarde, los también sociólogos Candace West y Don H. Zimmerman, en su artículo “Doing Gender”, plantearon que el género es una construcción social que se hace como “un aspecto emergente de las situaciones sociales: tanto el resultado como la razón detrás de varios acuerdos sociales, y como una forma de legitimar una de las divisiones más fundamentales de la sociedad”. En su aclamado libro Gender Trouble, publicado a mediados de los noventa, la filósofa norteamericana Judith Butler introduce la idea de la performatividad y afirma que el género “no es una identidad estable; tampoco el locus operativo de donde procederían los diferentes actos; más bien, es una identidad débilmente constituida en el tiempo: una identidad instituida por una repetición estilizada de actos”. En este sentido, Butler incluso refuta el planteamiento de que el género se compone de un conjunto de conductas culturalmente consensuadas que involuntariamente reproducimos, para proponer que somos todas y todos quienes las producimos a diario en la repetición cotidiana de los actos que asociamos con ellas. Frente a la distinción tradicionalmente establecida por el sistema médico entre género y sexo, Butler adelanta que los cuerpos sexuados no pueden significar de manera independiente al género, y que la aparente existencia del sexo antes de su interpretación cultural no hace más que revelar precisamente los mecanismos detrás de la performatividad del género.

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Por su parte, fueron las y los integrantes de grupos activistas como Act Up, Radical Furies y Lesbian Avengers quienes a mediados de la década de los ochenta, durante la crisis del SIDA en Estados Unidos, decidieron apropiarse de queer, un término ofensivo hasta entonces, reservado para insultar a las personas que no se ceñían a las categorías binarias del género ni a su régimen heteronormativo. Hoy, declara la filósofa española Beatriz Preciado, el movimiento queer es una “posición de crítica atenta a los procesos de exclusión y de marginalización que genera toda ficción identitaria” y “no es un movimiento de homosexuales ni de gays, sino de disidentes de género y sexuales que resisten frente a las normas que impone la sociedad heterosexual dominante”. Sayak Valencia, filósofa, artista y poeta originaria de Tijuana, desplaza el término queer hacia cuir para contextualizar geopolíticamente en el sur las discusiones que en buena medida han estado confinadas a Estados Unidos y Europa.

Una mirada rápida a lo que sucede en el mundo con respecto a la legislación y el género nos lleva a Australia donde este año 2014 se reconoció legalmente a las personas de género neutral, estableciendo que su registro como hombres o mujeres en los documentos oficiales de identidad (actas de nacimiento, matrimonio y defunción) ya no es obligatorio. Gracias a la demanda interpuesta por Norrie May-Welby —quien, tras haber vivido como hombre y como mujer, ha declarado no identificarse con ninguno de los dos—, la población de Nueva Gales del Sur ya puede elegir el “sexo no especificado” en sus registros legales. Alemania atraviesa por un proceso similar: también a partir de 2014 se puede elegir entre las categorías de mujer, hombre e indeterminado al momento de registrar a un bebé. En Estocolmo, Suecia, la apertura de la escuela preescolar Egalia trajo consigo la inauguración de un singular programa pedagógico que promueve la equidad a partir de la neutralidad de género. Entre otras estrategias, ahí los pronombres “ella” y “él” han sido reemplazados por el sustantivo amigo (que en sueco, a diferencia del español, es genéricamente neutral) y el material pedagógico es seleccionado y dispuesto de formas que escapan la reproducción de las representaciones binarias de género y sus asociaciones más comunes. En distintos países del mundo, las personas transgénero ya pueden cambiar su género legal aunque el matrimonio o la adopción por parte de parejas homosexuales no necesariamente estén permitidos. En Cuba, por ejemplo, donde el matrimonio entre personas del mismo sexo es ilegal, una mujer transexual —que se había sometido a una operación de corrección de sexo pagada por el Estado pues éste cubre todos los servicios de salud ofrecidos a su población— se casó legamente con un hombre hace un par de años. En demarcaciones como Suecia, las políticas actuales depositan en el gobierno la responsabilidad de solventar el costo total de las cirugías y los tratamientos hormonales y psicológicos necesarios para la corrección de género de quienes los requieren. En octubre de 2013, Luana, una niña argentina de seis años que nació con genitales masculinos, se convirtió en la primera persona a nivel mundial en tramitar documentos de identidad con su género elegido sin la necesidad de interponer una demanda.

Estas realidades son apenas un botón de muestra de que las discusiones en torno al género comienzan a repercutir puntualmente en los campos de la legislación, la educación y los derechos legales de la ciudadanía de distintas latitudes. Aunque la concepción binaria del género claramente continúa operando como normal en muchos sitios —basta pensar en Sheikh al-Lohaidan, uno de los miembros del máximo organismo del Islam en Arabia Saudí, que recientemente declaró que conducir un automóvil daña los ovarios de las mujeres—, en otras demarcaciones los géneros están dejando de ser el tema exclusivo de esas otras y otros disidentes de la dualidad de los géneros —y de las inequidades que las definen y producen— para finalmente comenzar a ser un asunto de todos y todas.

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En México, el escenario es complejo, por decir lo menos. Indudablemente, son loables los avances alcanzados en el marco legislativo con la instauración de leyes federales y locales dedicadas a salvaguardar la equidad de género y a atender, prevenir y erradicar la violencia contra las mujeres. Sin embargo, su falta de aplicación es simplemente inadmisible en un país en el que las cifras crecen día con día, rebasando niveles impensables: un informe oficial señala que entre 1985 y 2010 se perpetraron 36,606 feminicidios en todo el país5 y según el Instituto Nacional de Estadística y Población (INEGI), 47% de las mujeres de 15 años o más han sido víctimas de por lo menos un incidente de violencia por parte de su pareja. Si consideramos que la gran mayoría de estos crímenes no han sido resueltos, es inevitable reconocer que vivimos en un país en el que la legalidad y la procuración de justicia no existen para las mujeres.

El panorama con respecto al derecho de las mujeres a decidir sobre nuestros cuerpos ha cambiado dramáticamente en años recientes: la despenalización del aborto hasta las 12 semanas que tuvo lugar en el Distrito Federal en 2007 —como resultado de años de lucha por parte de las feministas— trajo como consecuencia una secuela inesperada: el establecimiento de leyes que defienden la vida desde la concepción en la mayoría de los estados de la República Mexicana y que, por tanto, vulneran nuestros derechos sexuales y reproductivos. Así las cosas, la Ciudad de México se ha transformado en una isla de derechos para las mujeres mientras que en el resto del país se han ido recrudeciendo las políticas conservadoras. 

El Distrito Federal también registra importantes avances para las personas transgénero: en el año 2000 se inauguró la Clínica Especializada Condesa que, además de atender a personas con VIHSIDA, cuenta con un programa gratuito de atención para personas transgénero que incluye terapia hormonal, apoyo psicoterapéutico y seguimiento médico especializado pero no contempla procedimientos quirúrgicos. Además, ya es lícito el cambio legal de género y, desde 2009, también lo es el matrimonio entre personas del mismo sexo. Sin embargo, como en el caso del aborto, estos logros no sólo no se extienden al resto del país sino que han producido una suerte de efecto dominó en el sentido opuesto. 

Más aún, los crímenes registrados recientemente en contra de personas trans e intersexuales, incluso en la capital del país, son verdaderamente trágicos y reveladores del verdadero estado de las cosas si dejamos a un lado la legislación. En este contexto, distintas artistas nos hemos abocado a tratar asuntos relacionados con el género y, aunque empleamos diferentes acercamientos, temáticas y disciplinas, coincidimos en un interés común por inaugurar espacios para la enunciación, el señalamiento y la visibilidad de la realidad de las mujeres. En un país poblado por más de 4.5 millones de madres solteras y en el que las mujeres que sufren abortos espontáneos están siendo criminalizadas —muchas han sido encarceladas y acusadas por homicidio en razón de parentesco, como consecuencia directa de las leyes a favor de la vida desde la concepción—, la maternidad continúa siendo el eje central de distintas obras. En 1987, Mónica Mayer produjo ¡Madres! al lado de Maris Bustamante, como parte del grupo Polvo de gallina negra. Se trató de una investigación acerca de la maternidad que inició con el embarazo de ambas artistas y comprendió diferentes acciones públicas como el nombramiento de “madres por un día” a ciertos hombres, entre ellos el afamado conductor de televisión Guillermo Ochoa. Hoy, veintiséis años más tarde, Mayer regresa a la misma temática pero desde una lente distinta: Una maternidad secuestrada es un proyecto surgido dentro de su Taller de Activismo y Arte Feminista (TAAF) que opera como una suerte de paraguas para hablar de todos los asuntos relacionados con la maternidad, desde el aborto o el estigma de las mujeres que eligen no ser madres hasta la brutal realidad de aquéllas cuyos hijos o hijas han desaparecido o muerto. Una de sus acciones tuvo lugar en mayo de 2012 en el Centro Histórico e inició con una procesión en la que alrededor de sesenta mujeres respondían a la frase “Una maternidad secuestrada es...” con otras como “embarazarme por no saber que existen los anticonceptivos”, “no ver a mis hijas porque tengo que trabajar doce horas”, “que las mujeres pobres seguimos muriéndonos por complicaciones en el embarazo”, “que me quiten a mis hijos por ser lesbiana” y “que me digan que soy egoísta porque no quiero ser madre”. La acción, que concluyó sobre una pasarela de jerga en el Zócalo, saca a la luz la sombría complejidad en México de lo que Mayer acertadamente bautiza como maternidades secuestradas.


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La fotógrafa Ana Casas Broda explora la maternidad desde una perspectiva enteramente distinta en Kinderwunsch, un trabajo de largo aliento que documenta sus experiencias y la relación que mantiene con sus dos hijos, a quienes concibió tras cinco años de tratamientos de fertilidad. Además de incluir ciertos aspectos médicos —como las fotografías de sus ovarios y partos—, Casas Broda pretende registrar “el constante cambio en el tejido de las relaciones entre nosotros, en el proceso de convertirme en madre y en la construcción de la identidad de ellos”. La mirada íntima detrás de Kinderwunsch nos conduce por una variedad de insólitos escenarios domésticos: mientras ella aparece en uno mirando de frente a la cámara con el rostro y el torso dibujados por los plumones de sus hijos, en otros duerme desnuda mientras ellos juegan sobre la alfombra o la mesa del comedor. Algunas de las fotografías muestran aspectos de la maternidad que suelen ser invisibles como el registro de un seno marchito que alimenta a una pequeña boca o la flacidez de un vientre que contuvo a dos niños.

Si Casas Broda mira hacia adentro de su propia casa, sus hijos e incluso su cuerpo, la también fotógrafa Maya Goded utiliza la cámara para hacer visibles a otras mujeres. En 2004, Goded realizó Desaparecidas una serie sobre las miles de mujeres que han sido asesinadas o se encuentran desaparecidas en Ciudad Juárez desde principios de los noventa, erróneamente llamadas “las muertas de Juárez” por el imaginario colectivo mexicano. Frente a la brutal imposibilidad de fotografiar a quienes no están, Goded optó por plasmar sus recámaras, escuelas, cartas y ropa, e incluso los sitios en que algunas de sus madres encontraron sus restos. Su cámara rehúye a las imágenes abiertamente violentas para evitar “ser partícipe de la humillación que sufren las mujeres aún estando muertas” y, en cambio, nos lleva a un paisaje poblado por las emblemáticas cruces rosas que representan a las desaparecidas o al asiento trasero de un automóvil que transporta a una madre acompañada por la fotografía de sus hijas ausentes. Si otros proyectos de Goded han buscado retratar a diversas comunidades de mujeres —como las sexo-servidoras de La Merced o las brujas de un poblado en San Luis Potosí—, éste lo hace con las desaparecidas por medio de lo que dejaron atrás.

Por su parte, Ambra Polidori aprovecha el souvenir turístico para referirse a la trágica situación que todavía se vive en esa localidad con ¡Visite Ciudad Juárez! Presentada por primera vez en 2003, la instalación consta de un porta-tarjetas rosa con postales que ostentan las frases “¡Visite Ciudad Juárez!” y “Recuerdo de Ciudad Juárez”. La operación espectral de lo siniestro encarnada en la obra, tiene su origen en el propio uso del archivo como vehículo artístico. Las 45 fotografías provenientes del Archivo del Departamento de Identificación Criminal y Medicina Legal de la Procuraduría de Justicia del Estado de Chihuahua, contienen imágenes de las evidencias forenses de algunos casos de feminicidio: desde la ropa y las prendas que las víctimas portaban hasta sus restos y dentadura. La ironía detrás de esta obra subraya la impunidad que no sólo subyace en Ciudad Juárez con respecto a la violencia contra las mujeres, sino también en el resto del país.


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Lo que ubica la fotografía en un reducto que no es el hecho, sino que se respalda en la condición del documento como aquello que puede resituar el discurso oficial. Si los trabajos anteriores delatan públicamente la violencia contra las mujeres, otros operan como refrendos de identidades que desbordan el binarismo de género. Los autorretratos de Larisa Escobedo —que trabaja “desde el territorio de lo queer, lo anónimo y lo libertario”— nos invitan a descubrir un cuerpo en el que conviven marcadores masculinos y femeninos. En una de sus fotografías, tomada en lo que aparenta ser una azotea graffiteada, Escobedo aparece con barba y bigote, el torso desnudo y los pantalones bajados lo suficiente para descubrir su pubis “femenino”. Sus imágenes exhiben un estado permanente de tránsito que remata en la creación de nuevos géneros y configuraciones corporales. Sayak Valencia también utiliza barba y bigote, pero para combinarlos con vestidos, tacones y coloridas pelucas; así aparece en distintos entornos, desde las conferencias universitarias que imparte hasta el performance Hairy Tales, realizado en 2005 en las calles de Madrid, del cual advierte: “esto no es un ejercicio auto-indulgente que compara los beneficios e inconvenientes del sistema de oposiciones aplicadas a los cuerpos. Esto no es un encuentro con fantasías fetichistas, ni visiones utópicas del concepto de representación, pero sí de su distopía”9. Desde el señalamiento de la violencia, el registro subjetivo de las maternidades y la visibilización de personas que no se conciben dentro de dos géneros, la obra de cada una de estas artistas nos invita a cuestionar las formas en las que entendemos y vivimos nuestros cuerpos e inquiere pertinazmente si en verdad queremos o podemos continuar empleando el marcador “mujer” para definirnos. Las voces que claman por la incorporación de nuevas categorías genéricas atraviesan aquellas que, como la de Beatriz Preciado, alertan que “el género mismo es la violencia y que las normas de masculinidad y feminidad, tal y como las conocemos, producen violencia”, o aquellas otras que pugnan por la abolición del género como categoría identitaria en su totalidad. Los cruces entre cada una de estas posturas nos llevan a más preguntas que cada una sólo puede responder, quizás con más interrogantes, desde su propia piel.

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